Desde Paracatu de Baixo (Brazil) (AFP)

Parecía el fin del mundo, cuenta un sobreviviente del desastre minero en Brasil

José Pascual pensó que el fin del mundo había llegado cuando un alud de lodo arrasó su aldea poco después de la ruptura de un embalse minero en el sudeste de Brasil hace ya un año. Y, en cierto modo, tenía razón.

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José Pascual fuma tabaco en Paracatú de Baixo, estado de Minas Gerais, el 26 de octubre de 2016 - AFP/AFP
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José Pascual pensó que el fin del mundo había llegado cuando un alud de lodo arrasó su aldea poco después de la ruptura de un embalse minero en el sudeste de Brasil hace ya un año. Y, en cierto modo, tenía razón.

Desde aquel desastre en una explotación de mineral de hierro del estado de Minas Gerais, la compañía Samarco y sus propietarias --la brasileña Vale y la anglo-australiana BHP-Billiton- prometen una reconstrucción, al menos material, que tarda en llegar.

Pero la vieja aldea de Paracatu de Baixo está irremediablemente perdida y la vida de Pascual, de 76 años, ya nunca será la misma.

La hecatombe se desencadenó el 5 de noviembre de 2015 por la tarde, cuando el embalse de residuos mineros se desmoronó sin previo aviso, 27 kilómetros remontando el río Paracatu, un afluente del San Francisco.

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José Pascual camina en una zona devastada en Paracatú de Baixo, estado de Minas Gerais, el 26 de octubre de 2016 (AFP/AFP)

Unos 32 millones de metros cúbicos de lodo arrasaron el valle, matando a 19 personas y sepultándolo todo a su paso, empezando por el vecino poblado de Bento Rodrigues.

En Paracatu, los habitantes lograron ser advertidos a tiempo desde un helicóptero.

"Mi mujer estaba colgando ropa en el jardín, cuando llegaron. Nos gritaron: '¡Váyanse de aquí!'", recuerda Pascual, un hombre delgado, de musculatura fibrosa.

Los pobladores se precipitaron hacia una colina, desde donde oyeron el desastre antes de verlo.

"Sonaba como un tren desbocado. Y entonces vimos lo que estaba viniendo. Tenía el color de la arcilla. Ni siquiera era líquido, era arcilla. Y se oía un ventarrón", narra el sobreviviente, bajo su gastado sombrero blanco de alas anchas.

El torrente de lodo se llevó por delante huertos, casas, carreteras, vehículos, animales, árboles.

"Era como el fin del mundo", dice Pascual. "Las luces se apagaron".

- Con el barro hasta el cuello -

Pascual y su esposa no solo se salvaron. Su vivienda y su terreno, situados en una pequeña elevación, fueron preservados. Sus doce hijos ya vivían en otras localidades.

Pero Paracatu se acabó. Un año después, el barro sigue obstruyendo muchas calles, el barro se amontona en casas sin techo. Y las marcas del lodo llegan hasta lo alto de los muros de la destartalada iglesia.

Pascual no es un hombre que se resigne fácilmente. Aún recuerda que regresó a su casa, vadeando el letal torrente, para recuperar documentos de su esposa. El barro "me llegaba hasta aquí", cuenta, señalando su cuello.

Hasta hoy logra hacer crecer mandioca, cebollas, tomates o mazorcas en su parcela. Sin dinero, se las ingenió para plantar tabaco y elabora sus cigarros en hojas de maíz.

Pero el fin es inexorable.

Samarco prometió construir un nuevo Paracatu en otro lugar, con casas similares a las que los habitantes perdieron.

La mayoría aceptó la propuesta, aunque eso signifique abandonar la tierra donde sus familias vivieron durante generaciones.

Pascual es uno de ellos. Su casa y sus cultivos se salvaron, pero las pérdidas son incontables.

El río donde solía pescar se volvió rojo por los desechos mineros. Sus dos mejores vacas murieron y su producción de quesos mineros, blancos y redondos, depende ahora de dos escuálidas sobrevivientes que pastan entre ruinas. Sus ingresos sufrieron una merma del 75%.

Samarco dice que la nueva Paracatu estará lista en marzo de 2019.

Entre tanto, Pascual se ocupa solo de su parcela y los fines de semana visita a su esposa, que se instaló a una hora de ruta.

En la aldea arruinada lleva una vida solitaria, por momentos fantasmagórica. "A veces paso la noche despierto. Cualquier ruido me despierta", cuenta.

Incluso si decidiera quedarse, sabe que el poblado nunca recuperará su antigua vida.

"No nos queda ni un bar para ir a tomar aunque sea un trago", dice con pesar. "Sí, quiero irme", afirma.




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