Santuario de Choquequirao
Choquequirao, asentamiento inca ubicado en las laderas occidentales de la cordillera de Vilcabamba sobre el río Apurímac, encierra un simbolismo particularmente significativo. Para los pobladores de su región representa el último bastión de resistencia indígena durante la conquista; para los viajeros extanjeros del siglo XIX era parada obligatoria, a pesar de la enorme dificultad de acceso; para la flora y fauna del área es un santuario que alberga a diversas especies en vías de extinción.

En este año 2025, en el distrito de Curahuasi podemos encontrar a «Santuario de Choquequirao». Sus datos completos de ubicación y de contacto son públicos.
EL SANTUARIO
Los pobladores locales, incluso los que viven en Abancay o en Curahuasi en las riberas del río Apurímac dicen que Choquequirao era el lugar donde se habían refugiado los últimos incas que salieron del Cusco después de la derrota del último rey del Tawantinsuyu (Manco Inca), quienes resistieron durante cuatro décadas (entre 1536 y 1572) a los españoles, que ya se habían apoderado del Cusco, la capital del imperio.
La mayor parte de los edificios no tienen una función doméstica, y en su mayoría, deben considerarse como estructuras con función pública, aparentemente ceremonial. La sección alta del sitio es casi estrictamente para este uso, al igual que el Ushnu y el conjunto de la parte baja. Es como un santuario cuyos ocupantes debieron ser más bien amautas o sacerdotes y escogidos al servicio del culto.
Cuando se llega a Choquequirao, sea desde el pueblo de Cachora, por el sur, o desde cualquier otro lugar, lo que destaca es una colina troncocónica, con un amplio y plano espacio circular en la cúspide, cuyas laderas han sido terraceadas, lo que le da un perfil homogéneo. Este lugar ha sido llamado Ushnu, nombre que tenían unos santuarios que se alzaban en lugares visibles de los asentamientos incaicos más importantes. Se construían a modo de plataformas, generalmente piramidales o troncocónicas, para la ejecución de rituales propiciatorios en los grandes festivales del Tawantinsuyu. Eran parte del culto a las montañas (los apu), artificialmente levantadas en las plazas sagradas (wakaypata) frente a los espacios donde se reunían los fieles para sus cultos y festejos.
Se presume que el Inca o sus representantes y los sacerdotes y otros notables ocupaban la cima. Visto como lo vemos ahora, parece tratarse sólo de una colina cuya parte más alta está rodeada de un muro que convierte este espacio en una suerte de plaza circular.
Desde allí se divisa todo el impresionante paisaje del entorno, con el río Apurímac 1.500 metros abajo y las enhiestas montañas de perfiles casi verticales que lo rodean. Se ven también, al norte, los edificios que constituyen el centro de Choquequirao, que están a unos 40 metros más abajo y se inician a más de 100 metros hacia el norte. Se baja hacia ellos por un camino que rodea la colina y llega hasta el «muro triunfal» de De Sartiges. Es en este punto donde el Ushnu adquiere un carácter monumental, pues en verdad ese «muro» es parte de una plataforma baja de la colina que aparece como un vestíbulo para el ascenso; se trata de un hermoso pórtico que está frente a una plaza rectangular flanqueada por dos laderas de gran pendiente que forman una suerte de cuello de unión entre la colina y la ciudadela.
El «muro triunfal» es una alegoría arquitectónica. Se trata en realidad de un pórtico constituido por un conjunto de nichos, de una o dos jambas, que juegan a desnivel, tanto en profundidad como en altura; simulan el frontis de un edificio complejo, con varias entradas, aun cuando sólo una de ellas es un vano que conduce hacia el Ushnu, en tanto que las demás son nichos adheridos a la roca. De ese modo, todo el conjunto se convierte en un solo muro. Por la entrada, que está al este del pórtico, se accede a una plataforma angosta donde hay un recinto cuadrangular al que le llaman «mirador». Es el «vestíbulo» del Ushnu.
La plaza que está al norte del elegante pórtico «del triunfo» es también un mirador, desde donde se aprecian las profundidades del Apurímac y el entorno boscoso de las ruinas.Desde esta plaza rectangular se ingresa, casi de modo imperceptible, a una gran plaza pentagonal rodeada del conjunto de edificios que se identifican como «El Palacio».
Un grupo de tres cuartos está en el lado suroeste y una larga «callanca» de cuatro puertas en el lado oeste. Las tres casas están asociadas a una fuente hecha con losas de piedra, a modo de baño, que está en el recinto del extremo sur y que se alimenta de agua mediante una fina acequia que conduce el líquido desde la parte alta de la ciudadela. El edificio occidental, a modo de «callanca», es en realidad, el que da frente a la plaza y está hecho con una cuidadosa arquitectura. Tiene cuatro entradas, que están además intercaladas con nichos largos y angostos; en el interior, todos los muros tienen nichos de casi dos metros de alto (como si estuvieran dispuestos para recibir a un numeroso grupo de personas paradas dentro de ellos) que además tenían un sistema de cierre que no estamos aún en condiciones de entender. Todo esto es parte, obviamente, de un espacio sacralizado, y más que palacio, el papel de este edificio podría ser asumido como parte de un adoratorio o templo, con ritos que no podemos describir por el momento.
El frente septentrional de la plaza da acceso a un edificio que es, claramente, una casa de dos pisos. La entrada al primer nivel se hacía desde la plaza por dos puertas, mientras que para entrar al segundo piso se debía subir a una plataforma lateral mediante una puerta que está en el frente oeste. Un pasaje largo, al lado de la casa dicha, conduce a otras dos casas parecidas que están dispuestas de sur a norte. Esto sí parece un palacio, con seis recintos en cada uno de los pisos, con un acceso controlado desde el pasadizo. Está asociado, finalmente, a una extensa «callanca» de seis puertas, que mira hacia el oriente con sus puertas frente a una terraza de finos acabados. Anexos hay una serie de pequeños cuartos que pueden ser considerados de servicio. Todo esto está encima de un complejo de andenerías organizadas de manera muy armoniosa y que han sido parcialmente restauradas.
Si bien es presumible que en el palacio viviera gente, nada indica que fueran más de 20 o 30 personas, suponiendo que vivieran 10 en cada casa y teniendo presente que los segundos pisos eran usualmente markawasi, lugares destinados a la conservación y cuidado de cosas tales como alimentos, ropa u otros bienes para el consumo o el culto. En las casas que suponemos de servicio no es presumible que hubiera más allá de 20 personas, dado que aun suponiendo que dos o tres de los cuartos eran para vivienda, no son suficientemente amplios como para alojar a más personas. Tampoco hay espacios de vivienda en la parte alta, donde todos los recintos son del tipo de los edificios públicos incaicos. Los hay, en cambio, en los terrenos intermedios entre Hanan y Urin, donde varios cuartos tienen todas las características de viviendas organizadas en torno a patios y dispuestas en terrazas. Sumados todos los edificios que se conocen en este sector, queda claro que tampoco pudieron habitarlos más de 60 personas, asumiendo que en cada casa se podían alojar hasta cinco.
Todo esto constituye el «sector bajo» (Urin) del conjunto. Hay otro «arriba» (Hanan), donde nace la fina acequia que lleva agua hasta la fuente de las tres casas. Hay unas escaleras, parcialmente descubiertas, que conducen hasta allá, casi 40 metros encima.
La parte alta es netamente ceremonial, organizada en torno a una plaza y con un gran recinto alargado con frente al sur, en cuyo muro frontal hay cuatro grandes nichos. Tiene una sola entrada desde la plaza y está conectado con cuatro pequeños recintos alineados de norte a sur, accesibles también desde la plaza. Al frente, al norte, hay unas estructuras que parecen tener funciones litúrgicas.
Todo eso es en la parte más alta, que está 100 metros encima de la plaza de Urin. Unos 20 metros más abajo, hay una serie de «callancas» alargadas, con sus múltiples puertas, dispuestas sobre terrazas y con sus puertas mirando al oriente. Hay cinco en la misma dirección y una perpendicular. Hay quienes piensan que pudieron ser lugares para alojar a numerosas personas, como las que forman un ejército.
Eso es lo nuclear, pero no es todo. Choquequirao es un asentamiento disperso, y aparte de unos pocos recintos de piedra que aparecen en uno y otro lado de las laderas que rodean al sitio, nada impide pensar que en medio del bosque se escondan los cimientos o las simples huellas de viviendas donde habitaran gentes del común en condiciones de campamento o como eventuales visitantes. En varios puntos hay obras de ingeniería hidráulica muy cuidadosa, expresada en una red de acequias y una extensa red de terrazas agrícolas dispersas en las laderas hasta casi llegar al lecho del río Apurímac.
Los datos arqueológicos son claros al indicar que ésta es obra de los incas y que es parte de los proyectos urbanísticos que tuvieron los gobernantes del Cusco en épocas avanzadas de su gobierno. A diferencia de Machu Picchu, que es de algún modo su par, no fue construido por Pachacútec y, según parece, fue obra atribuible a su sucesor, Tupac Inca Yupanqui, y tal vez incluso pudiera ser posterior, de los tiempos de Wayna Qhapaq, que ya es el siglo XVI.
Cuando se examinan los restos de la cerámica hallados por los arqueólogos, se aprecia que no es del estilo cusqueño tradicional y que hay una fuerte impronta local que no se condice con el carácter sagrado y público del sitio. Eso puede permitir elucubrar en el sentido de que no es en nada improbable que al menos una parte de la alfarería se produjese cuando las relaciones con el Cusco ya no eran eficientes y había que abastecerse de manufactura local. Esto podría haber ocurrido después de 1536. Pero eso es sólo una especulación.
De otro lado está el hecho de que aun siendo un sitio muy bello no se usaron los materiales usuales que empleaban los cusqueños para sus palacios y templos. Esos eran construidos con sillares bien tallados, que en más de un caso mandaban llevar desde lugares muy lejanos, cuando la materia prima era ausente. Aquí los materiales de construcción son locales y no hay sillería. Todo lo demás, en términos técnicos y artísticos, corresponde a modelos incaicos de elite. Los paramentos de los edificios estaban cubiertos con estuco de barro y pintados, de la misma manera como eran los edificios que Wayna Qhapaq mandó construir en Yucay para su hacienda.
Son indicadores que, entre otros, señalan que estamos frente a complejos incaicos diferentes, cuando los comparamos con Pisaq, Machu Picchu u Ollantaytambo.
Seguramente cumplían funciones diferentes, pero también fueron hechos por arquitectos diferentes que, si bien seguían las mismas tradiciones, en cambio eran de otros gustos y otras técnicas. Finalmente, debe mencionarse que Choquequirao da la sensación de haber sido un centro urbano inconcluso, parte de un gran proyecto que quedó sin terminar.