17 May 2007

Libertad laboral versus derecho laboral

Debería ser sencillo comprar mano de obra, rentar destrezas, habilidades y específicos conocimientos.

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Debería… digo… Es un sueño… Un anhelo. Acaso una locura, pues así como vamos todo argumento simplificador sabe a desproporcionada anacronía o a artera canallada. ¿Cómo la de nuestro peruanísimo vals? Tu mala canallada

Tal es como están las cosas. Desde hace buen tiempo todo asomo de simplismo viene a ser una completa “improcedencia”. ¿Un atentado contra la civilización? Al parecer, sí. El “derecho” fabricado ex profeso por políticos y juristas (cada vez más idénticos, por ello hace mucho que no se les distingue) desde hace varias lunas poco o nada tiene que ver con ese otro derecho que uno entiende tan válido como elemental: el derecho a trabajar libremente. Entiéndase, ser empresario en el más amplio alcance de la palabra. Emprender, realizar, llevar a cabo, todo aquello que acomete tanto el más humilde obrero como el más encumbrado ejecutivo.

Así pues, hoy por hoy todos somos empresarios, o deberíamos. El sabernos dueños de nosotros mismos y tener plena capacidad para ofrecernos a nuestros semejantes. Sea desde el lado “proletario” como desde la vereda del “patrón”, nada debería impedir conexión alguna entre ambos campos de interés. Empero, hay quienes juzgan que todo esto no tendría por qué ser tan liviano. Es decir, estamos ante quienes entienden que lo que debería ser sumamente fácil debe ser por demás complicado. Y todo por un “elevado” sentimiento de justicia (social, por supuesto) alimentado a su vez por una inocultable apuesta clasista.

Puntualmente aquello que hace que la antiguamente sagrada voluntad de las partes no sea de mayor relevancia frente a lo que alguna novísima doctrina jurídica y la propia ley en la materia preceptúan. En concreto, lo que la política y los políticos decidan. Sin rubor, los fabricantes de ese derecho laboral que nos cuida tanto. Y que por cuidarnos tanto nos anulan, porque desde su iusfilosofía todos somos potenciales incapaces, malversadores en extremo y soberanos irresponsables.

¿La minusvalía de los contratantes se presume? Por lo menos la de uno de ellos, la del trabajador. La del otro (la del empresario) lo que se figura es su maligna apetencia, su diabólica codicia y su hobbesiana voracidad. Algo así como “demasiado capaces”.

Esto es lo que nutre al denominado moderno “derecho laboral”. Esta es la base de su hechura y naturaleza. Soporte de un celo paternalista desde donde el estado no admite personales renuncias a “derechos”. Toda una rareza, pues la esencia de éstos siempre fue la eterna posibilidad de intercambiar mercancías, derechos sobre bienes, pertenencias, valores. Justo lo que es el trabajo.

Como se ve, en lugar de que estemos ante una disciplina que nace y se desarrolla desde la particular casuística de quienes pactan servirse mutuamente, tenemos que la misma se zurra de todo lo libremente acordado para imponerse desde sus desvaríos y quimeras marcadamente expropiatorias. Claro, todo ello más allá de toda consecuencia. De esas que nacen a partir de los innumerables obstáculos que el estado introduce en su dizque justiciero cometido por dignificar al trabajador, la víctima.

No se repara que lo único que se logra con ello es socavar los cimientos de una relación que debería regirse por el mero contrato entre las partes antes que por las disparatadas ocurrencias del anticapitalista derecho laboral. Si las miras son hacer que el grueso de los asalariados tengan el trato que sólo el “gran empresariado” puede costear se cae en un tremendo error. Pues si este sector aún puede jactarse de cumplir con todas las ocurrencias de los legisladores y de navegar en la casi plena formalidad es porque tiene capacidad económica para hacerlo. Pero ello tiene un límite. El límite propio de quien tiene como norte producir y hacer buenos negocios sin mayores costos que los comprensibles y normales. Con todo, el impacto de absorción laboral de los empresarios formales es diminuto. Atrae escaso nivel de trabajadores.

Cierto, si el optimismo que arrastra el tener una tasa de crecimiento anual que va del 6 al 7% anual es motivador, mayor debería ser hacerle caso a la vieja advertencia (desde los días de Hernando de Soto y su Otro sendero) de que el grueso de la PEA es mayormente atraída por aquellos empresarios que son obligados por el estado y sus secuaces a eludir la ley, pues de otra manera su única opción sería la no crear, no producir, no dar trabajo. Así, comprendamos de una vez por todas que lo único que anhela un empresario es hacer rentable su negocio y no ser asaltado por nadie, incluido el estado y sus mal llamados “derechos sociales”. Ya sólo le será menester contar con un personal acorde a sus intereses. Léase, la necesidad de contratar trabajadores, y a estos la necesidad de ser remunerados por el oficio que desempeñarán. Todos inmersos en un mismo objetivo: ganar, lucrar.

Exactamente un universo de situaciones que la demagogia y la burocrática miopía de los que administran el estado y la legislatura no asumen. Y ello porque desde su mundo imaginario no sospechan que lo simple también es hermoso. Precisamente un excogitar al que escasamente le importa enterarse y mucho menos alarmarse de que el Perú sea uno de los 20 países más rígido del mundo en materia de legislación laboral (según el Banco Mundial). Espantoso honor. Sin lugar a dudas, la causa de la alta tasa de informalidad que poseemos. Obviamente, directa consecuencia de esta tozuda preferencia por el derecho laboral antes que por la libertad laboral, por la antiempresa antes que por la empresa.

Ver artículos de Paul Laurent Solis en:
https://acrata.org/plaurent/laboral.html





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